Jugando a ser dioses:
Frankenstein o el moderno Prometeo
por Miguel Sanmartín
Fuente: Infocatólica
Mary Shelley
(1797-1851)
¿Os
solicité, Hacedor, tomar mi arcilla y moldearla como hombre? ¿Os imploré acaso
dejar la oscuridad?
John
Milton (El Paraíso Perdido)
Las máquinas son, en teoría, unos artefactos originalmente serviles y obedientes
que en su concepción ideal no serían sino ayudas y complementos para hacer más
cómoda y fácil la vida de los hombres. Pero ya vamos sabiendo muchas cosas de
estos, en apariencia, inocentes y útiles artefactos como para tragarnos tal
película. Desde hace un cierto tiempo algunos sospechamos que las máquinas y la
tecnología que las hace posibles encierran un misterio terrible en su interior.
Y es que vienen para cambiarnos y no precisamente para bien. A pesar de ello,
estúpidamente aspiramos a que puedan superarnos en aspectos para nada
irrelevantes, lo que incluso parece divertirnos. Aunque no faltan voces,
calificadas como siempre de apocalípticas, que postulan que pronto serán
superiores a nosotros y que no nos alegraremos de que esto suceda.
¿Debemos ser desconfiados y reservados ante su creciente influencia? Es
posible que no debamos dejarnos atrapar por un temor paranoico y quizá
exagerado, pero creo que en este tema una cierta distancia crítica y un halo de
prudencia harán más bien que mal.
Y siendo esto así, ¿nos alerta sobre ello la buena literatura?
Para encontrar algún tratamiento literario a esta inquietud tenemos que
remontarnos quizá a principios del siglo XIX (ciertamente, mucho antes podemos
encontrar a Talos, con el con que se toparon Jasón y sus Argonautas, pero no
está claro si era un semidiós o un artefacto), donde nos encontraremos con las
elucubraciones fantásticas de una novela titulada Frankenstein o el moderno
Prometeo (1818), escrita por una jovencita inglesa llamada Mary Shelley
(Shelley, por ser la esposa del famoso poeta británico Percy B. Shelley).
Casi todo el mundo conoce a Frankenstein, sin duda más por protagonismo
cinematográfico que por su pedigrí literario, pero se trata de una criatura
nacida de la pluma de Mery Shelley, que tiene poco que ver con el tratamiento
fílmico que lo ha popularizado en todo el mundo.
Mary Shelley tenía 18 años cuando escribió la novela. Quién lea el libro se
dará cuenta de que no era una chica vulgar. Pareja del literato Shelley y amiga
de otro gran poeta, Lord Byron, era la hija de los filósofos William Godwin y
Mary Wollstonecraft, y eso se hace notar. Estaba impregnada de poesía y espíritu
romántico y había recibido una formidable formación cultural desde una edad muy
temprana. Solo así puede entenderse una obra de tal madurez y profundidad.
Porque Frankenstein es una gran novela. Ahora bien, como dice Joseph Pearce, es
una de las novelas del siglo XIX de mayor impacto, «pero peor entendidas y más
injustamente tratadas».
Recientemente la historiadora Jill Lepore se hace una inquietante pregunta
que podemos hacer nuestra: «¿Después de doscientos años, ¿estamos preparados
para la verdad sobre la novela de Mary Shelley?» Yo tengo mi opinión; creo que
no solo estamos preparados, sino que tal vez este es un momento muy oportuno
para que el libro nos revele su verdad: una seria advertencia sobre la
insensatez y la soberbia en las que puede caer el hombre, y consecuentemente,
una admonición sobre su facilidad para deslizarse hacia el abismo.
Dos años después de la publicación de la novela, Percy B. Shelley escribía
uno de sus más famoso poemas: Prometeo encadenado. No puede ser casualidad. Sin
duda el tema del mito prometeico y sus implicaciones fueron tema de encuentro y
discusión entre la pareja. Pero Mary hace un enfoque diferente al de su amante.
Shelley escribe su poema basándose en la versión original del mito, la griega,
que describe a un Prometeo rebelde frente a los dioses, quien, con astucia,
roba el fuego del Olimpo con el fin de ayudar a la humanidad, y muestra la
desinteresada motivación del personaje. Pero en el cuento de Mary, el Prometeo
que nos encontramos es más bien el elaborado por la versión romana de Las
Metamorfosis de Ovidio: un Prometeo que no se ocupa tanto de salvar a los seres
humanos como de crearlos. Por tanto, un ser más soberbio y egoísta,
representación clara del satánico «non serviam». Por otro lado, tampoco podemos
olvidar ni las influencias bíblicas que hay en la obra (de las que después
hablaré), ni sus antecedentes literarios (como El Paraíso Perdido de Milton,
pues con unos de sus versos ––el citado en el encabezamiento de esta entrada––
se inicia la novela), así como tampoco la posible influencia del Golem, la
mítica figura del folclore judío.
Y si bien hay críticos como Hindle y otros que han sugerido que
Frankenstein puede ser leído como una crítica al idealismo romántico y muy
progresista de Percy B. Shelley, yo creo que estas motivaciones subjetivas y
personales quedan cubiertas por significados más amplios, profundos y
universales.
Joseph Pearce tiene una interesante interpretación que vincula el mito
prometeico y el Adán de El Paraíso Perdido (aquí el crítico inglés recalca la
importante diferencia entre el Adán de Milton y el Adán bíblico). Según él,
Frankenstein trataría de la relación entre el Creador, la criatura y la
creatividad: «La alusión al mito de Prometeo evoca imágenes de la creación del
hombre desafiando a los dioses; la cita de la queja de Adán evoca la imagen de
la creación del hombre rechazada por el propio hombre (…). Es claro, por lo
tanto, que Víctor Frankenstein puede ser visto como una figura de Prometeo y el
Monstruo como una figura del Adán de Milton».
Sea como fuere, el mito de Frankenstein sigue resonando en nosotros porque,
al igual que el doctor protagonista, estamos diariamente amenazados por los
miedos, temores y contratiempos nacidos de nuestros propios intentos de dominar
la naturaleza. Jugamos a ser dioses, pero no hacemos más que chocar
constantemente con nuestras limitaciones de criaturas.
Y estos choques pueden llegar a ser violentos y causar graves daños
(inevitablemente vienen a mi mente la investigación de células madre
embrionarias, la eugenesia genética y la clonación). Víctor Frankenstein juega
a ser dios y manipula restos humanos con el fin de crear él mismo otro ser, y
al hacerlo altera la naturaleza de un modo horrible, por lo que su fruto no
puede ser más abominable. Pero no solo es una cuestión de poder o de capacidad
(inconcebible en quien no es más que creatura contingente, constantemente
sostenida en el ser por el único que Es). La motivación de la acción también
establece diferencias. El doctor Frankenstein actúa por egoísmo, ambición y
soberbia; el Creador lo hace por amor. Por esa razón, el hombre nunca es
abandonado a su suerte, no resulta apartado y desamparado, no obstante su
caída. Al contrario, el hombre es salvado, redimido por amor in origen en el
acto de sacrificio más inconcebible y loco: el propio Creador se humilla
haciéndose, así mismo, criatura y lava con su sangre las faltas de su creación,
redimiéndola. En el caso del Dr. Frankenstein, las limitaciones del hombre
jugando a ser dios se manifiestan y se imponen, y la decepción que le causa la
imperfección de su creación trae consigo la desafección y el abandono, con las
consecuencias trágicas que se narran en la novela.
Por tanto, el relato contiene una clara censura al intento humano de crear
vida artificial a través de la ciencia y por extensión a todo aquello que
suponga una subversión del orden creado, como las tendencias transhumanistas y
posthumanistas tan en boga hoy. A cada paso nos encontramos con que el avance
científico nos enfrenta a responsabilidades nuevas y sin precedentes ante las
que no sabemos responder adecuadamente. El hombre, como el niño, necesita
límites, lo mismo que el jinete necesita riendas. Frankenstein nos advierte de
este peligro, pues ese fascinante jugar a ser dios, paradójicamente, reduce al
hombre a la condición de un objeto que puede ser moldeado a su propia voluntad.
La concepción del hombre como una máquina ––la misma concepción que nos permite
imaginar la posibilidad de refabricarnos–– nos impide cumplir con estas nuevas
responsabilidades, pues una vez que seamos cosas dejaremos de ser hombres. Así
que habrá que andarse con cuidado.
De esta manera, la novela de Mary Shelley puede verse como una alegoría que
contrasta con la historia de la creación del hombre relatada en el Génesis, lo
que la convierte en un cuento cautelar, una admonición que nos hace ver lo que
realmente somos y nos advierte de lo que nunca deberemos hacer.
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