Nº 26: La Conducta Política


por el Dr. Jorge B. Lobo Aragón

El compromiso del cristiano en el mundo, en dos mil años de historia, se ha expresado en diferentes modos. Uno de ellos ha sido el de la participación en la acción política. Los cristianos, afirmaba un escritor eclesiástico de los primeros siglos, "cumplen todos sus deberes de ciudadanos”. La Iglesia venera entre sus Santos a numerosos hombres y mujeres que han servido a Dios a través de su generoso compromiso en las actividades políticas y de gobierno. Entre ellos, Santo Tomás Moro, proclamado Patrón de los Gobernantes y Políticos, que supo testimoniar hasta el martirio la "inalienable dignidad de la conciencia. Aunque sometido a diversas formas de presión psicológica, rechazó toda componenda, y sin abandonar "la constante fidelidad a la autoridad y a las instituciones" que lo distinguía, afirmó con su vida y su muerte que "EL HOMBRE NO SE PUEDE SEPARAR DE DIOS, NI LA POLÍTICA DE LA MORAL”

Las actuales sociedades democráticas, en las que loablemente todos son hechos partícipes de la gestión de la cosa pública en un clima de verdadera libertad, exigen nuevas y más amplias formas de participación en la vida pública por parte de los ciudadanos, cristianos y no cristianos. En efecto, todos pueden contribuir por medio del voto a la elección de los legisladores y gobernantes y, a través de varios modos, a la formación de las orientaciones políticas y las opciones legislativas que, según ellos, favorecen mayormente el bien común. La vida en un sistema político democrático no podría desarrollarse provechosamente sin la activa, responsable y generosa participación de todos, "si bien con diversidad y complementariedad de formas, niveles, tareas y responsabilidades".

Los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la "política"; es decir, en la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común", que comprende la promoción y defensa de bienes tales como el orden público y la paz, la libertad y la igualdad, el respeto de la vida humana y el ambiente, la justicia, la solidaridad, etc.
 
La sociedad civil se encuentra hoy dentro de un complejo proceso cultural que marca el fin de una época y la incertidumbre por la nueva que emerge al horizonte. Las grandes conquistas de las que somos espectadores nos impulsan a comprobar el camino positivo que la humanidad ha realizado en el progreso y la adquisición de condiciones de vida más humanas. La mayor responsabilidad hacia países en vías de desarrollo es ciertamente una señal de gran relieve, que muestra la creciente sensibilidad por el bien común. Junto a ello, no es posible callar, por otra parte, sobre los graves peligros hacia los que algunas tendencias culturales tratan de orientar las legislaciones y, por consiguiente, los comportamientos de las futuras generaciones.

Se puede verificar hoy un cierto relativismo cultural, que se hace evidente en la teorización y defensa del pluralismo ético, que determina la decadencia y disolución de la razón y los principios de la ley moral natural. Desafortunadamente, como consecuencia de esta tendencia, no es extraño hallar en declaraciones públicas afirmaciones según las cuales tal pluralismo ético es la condición de posibilidad de la democracia. Ocurre así que, por una parte, los ciudadanos reivindican la más completa autonomía para sus propias preferencias morales, mientras que, por otra parte, los legisladores creen que respetan esa libertad formulando leyes que prescinden de los principios de la ética natural, limitándose a la condescendencia con ciertas orientaciones culturales o morales transitorias, como si todas las posibles concepciones de la vida tuvieran igual valor.

Al mismo tiempo, invocando engañosamente la tolerancia, se pide a una buena parte de los ciudadanos -incluidos los católicos- que renuncien a contribuir a la vida social y política de sus propios países, según la concepción de la persona y del bien común que consideran humanamente verdadera y justa, a través de los medios lícitos que el orden jurídico democrático pone a disposición de todos los miembros de la comunidad política.

Esta concepción relativista del pluralismo no tiene nada que ver con la legítima libertad de los ciudadanos católicos de elegir, entre las opiniones políticas compatibles con la fe y la ley moral natural, aquella que, según el propio criterio, se conforma mejor a las exigencias del bien común. La libertad política no está ni puede estar basada en la idea relativista según la cual todas las concepciones sobre el bien del hombre son igualmente verdaderas y tienen el mismo valor, sino sobre el hecho de que las actividades políticas apuntan caso por caso hacia la realización extremadamente concreta del verdadero bien humano y social en un contexto histórico, geográfico, económico, tecnológico y cultural bien determinado. No es tarea de la Iglesia formular soluciones concretas -y menos todavía soluciones únicas- para cuestiones temporales, que Dios ha dejado al juicio libre y responsable de cada uno.

Sin embargo, la Iglesia tiene el derecho y el deber de pronunciar juicios morales sobre realidades temporales cuando lo exija la fe o la ley moral. Si el cristiano debe "reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales" , también está llamado a disentir de una concepción del pluralismo en clave de relativismo moral, nociva para la misma vida democrática, pues ésta tiene necesidad de fundamentos verdaderos y sólidos, esto es, de principios éticos que, por su naturaleza y papel fundacional de la vida social, no son "negociables".

En el plano de la militancia política concreta, es importante hacer notar que el carácter contingente de algunas opciones en materia social, el hecho de que a menudo sean moralmente posibles diversas estrategias para realizar o garantizar un mismo valor sustancial de fondo, la posibilidad de interpretar de manera diferente algunos principios básicos de la teoría política, y la complejidad técnica de buena parte de los problemas políticos, explican el hecho de que generalmente pueda darse una pluralidad de partidos en los cuales puedan militar los católicos para ejercitar -particularmente por la representación parlamentaria- su derecho-deber de participar en la construcción de la vida civil de su país.. Esta obvia constatación no puede ser confundida, sin embargo, con un indistinto pluralismo en la elección de los principios morales y los valores sustanciales a los cuales se hace referencia. La legítima pluralidad de opciones temporales mantiene íntegra la matriz de la que proviene el compromiso de los católicos en la política, que hace referencia directa a la doctrina moral y social cristiana. Sobre esta enseñanza los laicos católicos están obligados a confrontarse siempre para tener la certeza de que la propia participación en la vida política esté caracterizada por una coherente responsabilidad hacia las realidades temporales.

La Iglesia es consciente de que la vía de la democracia, aunque sin duda expresa mejor la participación directa de los ciudadanos en las opciones políticas, sólo se hace posible en la medida en que se funda sobre una recta concepción de la persona. Se trata de un principio sobre el que los católicos no pueden admitir componendas, pues de lo contrario se menoscabaría el testimonio de la fe cristiana en el mundo y la unidad y coherencia interior de los mismos fieles. La estructura democrática sobre la cual un Estado moderno pretende construirse sería sumamente frágil si no pusiera como fundamento propio la centralidad de la persona. El respeto de la persona es, por lo demás, lo que hace posible la participación democrática. Como enseña el Concilio Vaticano II, la tutela "de los derechos de la persona es condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública".

A partir de aquí se extiende la compleja red de problemáticas actuales, que no pueden compararse con las temáticas tratadas en siglos pasados. La conquista científica, en efecto, ha permitido alcanzar objetivos que sacuden la conciencia e imponen la necesidad de encontrar soluciones capaces de respetar, de manera coherente y sólida, los principios éticos. Se asiste, en cambio, a tentativos legislativos que, sin preocuparse de las consecuencias que se derivan para la existencia y el futuro de los pueblos en la formación de la cultura y los comportamientos sociales, se proponen destruir el principio de la intangibilidad de la vida humana. Los católicos, en esta grave circunstancia, tienen el derecho y el deber de intervenir para recordar el sentido más profundo de la vida y la responsabilidad que todos tienen ante ella. Juan Pablo II, en línea con la enseñanza constante de la Iglesia, ha reiterado muchas veces que quienes se comprometen directamente en la acción legislativa tienen la "precisa obligación de oponerse" a toda ley que atente contra la vida humana” Para ellos, como para todo católico, vale la imposibilidad de participar en campañas de opinión a favor de semejantes leyes, y a ninguno de ellos les está permitido apoyarlas con el propio voto. Esto no impide, como enseña Juan Pablo II en la Encíclica Evangelium Vitae a propósito del caso en que no fuera posible evitar o abrogar completamente una ley abortista en vigor o que está por ser sometida a votación, que "un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, pueda lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública".

En tal contexto, hay que añadir que la conciencia cristiana bien formada no permite a nadie favorecer con el propio voto la realización de un programa político o la aprobación de una ley particular que contengan propuestas alternativas o contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral. Y a que las verdades de fe constituyen una unidad inseparable, no es lógico el aislamiento de uno solo de sus contenidos en detrimento de la totalidad de la doctrina católica. El compromiso político a favor de un aspecto aislado de la doctrina social de la Iglesia no basta para satisfacer la responsabilidad de la búsqueda del bien común en su totalidad. Ni tampoco el católico puede delegar en otros el compromiso cristiano que proviene del evangelio de Jesucristo, para que la verdad sobre el hombre y el mundo pueda ser anunciada y realizada.

Cuando la acción política tiene que ver con principios morales que no admiten derogaciones, excepciones o compromiso alguno, es cuando el empeño de los católicos se hace más evidente y cargado de responsabilidad. Ante estas exigencias éticas fundamentales e irrenunciables, en efecto, los creyentes deben saber que está en juego la esencia del orden moral, que concierne al bien integral de la persona. Este es el caso de las leyes civiles en materia de aborto y eutanasia (que no hay que confundir con la renuncia al ensañamiento terapéutico, que es moralmente legítima), que deben tutelar el derecho primario a la vida desde de su concepción hasta su término natural. Del mismo modo, hay que insistir en el deber de respetar y proteger los derechos del embrión humano. Análogamente, debe ser salvaguardada la tutela y la promoción de la familia, fundada en el matrimonio monogámico entre personas de sexo opuesto y protegida en su unidad y estabilidad, frente a las leyes modernas sobre el divorcio. A la familia no pueden ser jurídicamente equiparadas otras formas de convivencia, ni éstas pueden recibir, en cuánto tales, reconocimiento legal. Así también, la libertad de los padres en la educación de sus hijos es un derecho inalienable, reconocido además en las Declaraciones internacionales de los derechos humanos. Del mismo modo, se debe pensar en la tutela social de los menores y en la liberación de las víctimas de las modernas formas de esclavitud (la droga y la explotación de la prostitución). No puede quedar fuera piénsese, por ejemplo de este elenco, el derecho a la libertad religiosa y el desarrollo de una economía que esté al servicio de la persona y del bien común, en el respeto de la justicia social, del principio de solidaridad humana y de subsidiariedad, según el cual deben ser reconocidos, respetados y promovidos "los derechos de las personas, de las familias y de las asociaciones, así como su ejercicio".

Finalmente, cómo no contemplar entre los citados ejemplos el gran tema de la paz. Una visión irenista e ideológica tiende a veces a secularizar el valor de la paz mientras, en otros casos, se cede a un juicio ético sumario, olvidando la complejidad de las razones en cuestión. La paz es siempre "obra de la justicia y efecto de la caridad"; exige el rechazo radical y absoluto de la violencia y el terrorismo, y requiere un compromiso constante y vigilante por parte de los que tienen la responsabilidad política.
Una cuestión completamente diferente es el derecho-deber que tienen los ciudadanos católicos, como todos los demás, de buscar sinceramente la verdad y promover y defender, con medios lícitos, las verdades morales sobre la vida social, la justicia, la libertad, el respeto a la vida y todos los demás derechos de la persona. El hecho de que algunas de estas verdades también sean enseñadas por la Iglesia, no disminuye la legitimidad civil y la "laicidad" del compromiso de quienes se identifican con ellas, independientemente del papel que la búsqueda racional y la confirmación procedente de la fe hayan desarrollado en la adquisición de tales convicciones. En efecto, la "laicidad" indica en primer lugar la actitud de quien respeta las verdades que emanan del conocimiento natural sobre el hombre que vive en sociedad, aunque tales verdades sean enseñadas al mismo tiempo por una religión específica, pues la verdad es una. Sería un error confundir la justa autonomía que los católicos deben asumir en política, con la reivindicación de un principio que prescinda de la enseñanza moral y social de la Iglesia.

Con su intervención en este ámbito, el Magisterio de la Iglesia no quiere ejercer un poder político ni eliminar la libertad de opinión de los católicos sobre cuestiones contingentes. Busca, en cambio -en cumplimiento de su deber- instruir e iluminar la conciencia de los fieles, sobre todo de los que están comprometidos en la vida política, para que su acción esté siempre al servicio de la promoción integral de la persona y del bien común. La enseñanza social de la Iglesia no es una intromisión en el gobierno de los diferentes países. Plantea ciertamente, en la conciencia única y unitaria de los fieles laicos, un deber moral de coherencia. "En su existencia no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida "espiritual", con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida "secular", esto es, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura. Toda actividad, situación, esfuerzo concreto -como por ejemplo la competencia profesional y la solidaridad en el trabajo, el amor y la entrega a la familia y a la educación de los hijos, el servicio social y político, la propuesta de la verdad en el ámbito de la cultura- constituye una ocasión providencial para un "continuo ejercicio de la fe, de la esperanza y de la caridad”. Vivir y actuar políticamente en conformidad con la propia conciencia no es un acomodarse en posiciones extrañas al compromiso político o en una forma de confesionalidad, sino expresión de la aportación de los cristianos para que, a través de la política, se instaure un ordenamiento social más justo y coherente con la dignidad de la persona humana.

Al mismo tiempo, la Iglesia enseña que la auténtica libertad no existe sin la verdad. "Verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente", ha escrito Juan Pablo II.
"Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno". Debemos ejercer todas nuestras actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios".

El Chasqui 
Córdoba, 18 de febrero de 2009

Nº 25 Carta de un sacerdote a un guardia civil

Con motivo del cercano aniversario del golpe de estado del 23-F el hijo del Coronel Tejero, el sacerdote D. Ramón Tejero, ha publicado una carta dirigida a su padre. 

Aquel 23 de febrero de 1981, muy temprano, salimos de casa... Yo sabía lo que ocurriría... Sin embargo, el silencio era la expresión más simbólica del cariño que se puede dar a un padre que en esos momentos atravesaba unos de los momentos mas difíciles de su vida. Había vivido momentos de angustia, de terror. Noches en vela, acompañadas de desconciertos en una España que los españoles desconocían. Noches de zozobra que acompañaban a un hombre al cargo de las tierras vascas y con el encargo de acabar con el terrorismo... Muertes sin compasión de manos de ETA, traiciones de ideales, injusticias, quejas de viudas, órdenes para quemar una bandera que, después, fue legalizada y que causó tantos y tantos muertos... Todo era incomprensible para un joven que creció con el dolor, la inquietud, el temor y el deseo irrefrenable de una España coherente... Ese joven era yo, ahora sacerdote de Jesucristo, pero sin dejar de ser hijo de mi padre, del cual me enorgullezco plenamente.

Aquella mañana del 23 de febrero acompañé a mi padre a la celebración de la Eucaristía en la capilla que hay frente a la Dirección General de la Guardia Civil. Momentos de silencio, de oración profunda, de contemplación sincera de un hombre creyente que sabía cuál era su deber, que conocía las órdenes recibidas y que no quería por nada del mundo manchar sus manos de sangre (como así fue). Un hombre de uniforme, de rodillas ante el Sagrario y el altar del sacrificio: mi padre. Suponía para mí un ejemplo de gallardía que nadie me hará olvidar, el testimonio fiel de un creyente coherente con el juramento que había hecho años atrás... No había palabras, sólo silencio, recogimiento y oración sincera.

Al salir de la capilla, con una mirada penetrante -y me atrevería a decir que trascendente-, contempló la Bandera Nacional y, con voz serena, tranquila y gallarda, me dijo: «Hijo, por Dios y por Ella hago lo que tengo que hacer...». Y, con un beso en la mejilla, se despidió de mí. Un beso tierno de padre, pero que también sonaba a despedida: la despedida de un hombre que teme que no volverá a la vida... y eso pensé yo también. Y, con el gozo de amar a mi padre con locura, volví a mi casa para acompañar a aquella que simbolizaba -en aquel momento y siempre- los valores de la mujer fuerte de la Biblia: mi madre. Esa gran mujer que ha sabido hacer, de su existencia, una entrega victimal y heroica a Dios, a España y a su familia -valores en los que fue educada a lo largo de todo su vida y que sigue mostrando, en el otoño se su existir, con una entrega amorosa a todos nosotros-.

Pasamos la mañana con serenidad... El silencio era la elocuencia de nuestro pesar, mientras que el tiempo se convertía, segundo tras segundo, en el traicionero «reloj» que nos hacía pensar en aquel momento. No sabíamos más ni menos. Realmente, nos dolía España, mi padre y el momento en sí; aunque nos tranquilizaba la certeza, según nos habían dicho, de que el Rey apoyaba y ordenaba tales hechos. Era un acto de servicio más, en un momento crítico, por el cual atravesaba nuestra Patria.

Y pasó lo que toda España conoce y lo que los medios transmiten (aunque no con toda la veracidad que debieran). No voy a entrar en polémica... ni quiero, ni debo. Pero sí deseo aclarar algunos puntos que conozco, que siento míos y que viví con intensidad aquella noche. Y deseo hacerlo desde el sosiego, desde la paz que, cada día, me regala Cristo y desde la serena sabiduría de los años que te hacen asentar pasiones y discernir la verdad como realidad de la vida. No voy a revelar nada del 23F, el silencio de mi padre me obliga a callar. Sin embargo, no puedo dejar en el olvido las grandezas de un gran hombre. Es por ello que, ante las distintas informaciones y publicaciones de estos días en distintos medios de comunicación, quiero y deseo expresar lo siguiente: mi padre es un hombre de honor, fiel a sus principios religiosos y patrióticos; es coherente y sincero. Es un militar de los pies a la cabeza, consciente de sus responsabilidades, entregado a sus hombres. Es un hombre cumplidor, trabajador hasta el extremo, leal ante el significado de la palabra juramento y fiel al mismo. Es un hombre sereno, sencillo, disciplinado y amante de la verdad. No es violento, ni agresivo. Es templado, sensato, sereno, inteligente y capaz de discernir con coherencia una realidad aparentemente absurda e incoherente como parece que fue el 23F. Es un marido ejemplar. Un padre extraordinario. Un hombre excepcional. Un amigo fiel. Un español honorable y un cristiano sincero y veraz. Mi padre es mi padre.

Me duele la falta de información y coherencia. Me duele ver cómo todos aprovechan el «silencio» de un hombre para intentar destruirle... quizá por miedo a su palabra... Me duelen tantos programas y tan poca veracidad... Quiero a mi padre con locura. Es por ello que ruego y aliento a todos aquellos que creen en la libertad de expresión, para que sean tan audaces y coherentes como para publicar estas pobres palabras que tan sólo manifiestan los sentimientos de un hijo por su padre. Un hijo que se siente orgulloso de su padre y de que éste se llame: Antonio Tejero Molina. 
Ramón Tejero Díez


El Chasqui 
Córdoba, 16 de febrero de 2009

Nº 24: El legado de Don Carlos

por Héctor Uriel Rodríguez Sánchez

En memoria de Don Carlos Abascal,
en símbolo de compromiso vocacional
y dedicado a nuestra Generación que está entre 20 y 30



En un artículo que escribí hace unos años, llamado "Dolor de Parto", describía la situación del país y la incongruencia observada luego de 7 años en la generación de "la gente buena" que asumió el poder en el año 2000 y que al "sistematizarse" perdió el ideal (…y las formas, y los escrúpulos y…) que le impulsó a buscar y finalmente alcanzar el poder, cambiándolo por "un plato de lentejas" analogía a la permanencia en el Sistema a cualquier costo.

Hablaba de cómo una buena parte de esta generación, originalmente buena para México, había cumplido su papel histórico aún cuando luego de un tiempo sucumbió al entregarse al enemigo que combatía llamado "Sistema" y la comparaba con la primera línea de infantería de cualquier ejército que normalmente se pierde en la guerra.

Diría Josemaría Escrivá; fundador del Opus Dei que "La reja que rotura y abre surco no ve la semilla ni el fruto". Esto es en el caso de Don Carlos María Abascal un, espero, exacto epitafio. De esa decepcionante generación se aparta este católico, hombre, padre y esposo amante de México. Y se aparta porque se acerca al cielo en lugar de aferrarse al suelo.

Y decía en aquel artículo con voz quisiera profética aunque en realidad rabiosa que "una nueva generación vendría, con 3 poderosas armas; la juventud, el ideal y la experiencia aprendida de su mal ejemplo" (el de la generación adulta en el poder 2000-2007). Hoy corrijo esta última "arma" y confieso que en aquel momento no había visto ningún ejemplo a seguir sino por el contrario ejemplos a no seguir, pero más fue por desatención al hoy difunto Carlos que por la falta de méritos de éste.

Pocas posibilidades había con ese error de que ocurriera lo que mencionaba al final del artículo: "ver nacer el nuevo México y hacer realidad el antiguo sueño, siempre y cuando los que estamos dispuestos a conseguirlo, mantengamos la vista en el ideal, la rabia no nos ciegue, la soberbia no nos inunde y la adversidad no nos derrumbe". No podríamos hacer esto sólo sabiendo qué no hacer.

El legado de Don Carlos es el ejemplo y camino a continuar para quienes hoy participamos en Política. Es haber explorado el desconocido camino del éxito del Católico Mexicano en la Política conseguido a razón de ser católico y hacer catolicismo congruente sin penas y con delicioso descaro. Y éste es sin duda el más espantoso miedo de los detractores de Don Carlos; que los jóvenes políticos nos demos cuenta que en su vida de fe y testimonio está la clave y nos atrevamos a imitarle.

Porque si de Dios lo es todo también lo es el gobierno, porque al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, pero el César es de Dios.

Porque laicismo es distinto a antirreligioso, porque la realidad social y política es ante todo realidad humana y la realidad humana está compuesta de cuerpo y espíritu, porque no podemos dejar nuestras creencias a la entrada del congreso como se deja el saco y el sombrero al entrar a una fiesta y éstas no tienen porque impedirnos alcanzar acuerdos, porque la cruz de Cristo bien vale la propia cruz y porque su muerte bien vale la nuestra viviendo por él y para él.

Porque el ideal no se rompe ni la verdad deja de serlo cuando nos llaman fanáticos, porque es mejor para la conciencia la acción errónea con recta intención que la omisión con intención de cobardía. Porque hace casi 2000 años salimos de las catacumbas y nadie puede ni debe volver a encerrarnos.

Porque a los tibios el señor los vomita y a los fariseos les llama sepulcros blanqueados, porque la verdad nos hará libres y Él es el Camino la Verdad y la Vida, porque ya hay demasiados "jóvenes ricos" incapaces de dejar todo y seguirlo, porque ya comimos suficientes lentejas y el gallo puede cantar por tercera vez.

Porque la conciencia es la voz de Dios y la salvación de nuestra alma la esperanza para lo único que tenemos cierto en esta vida que es nuestra muerte.

Por eso, hay que llevar a la acción política las 3 armas, la juventud, el ideal y la experiencia aprendida de su buen ejemplo, para ver nacer al México triunfante y dejar a Don Carlos contemplar desde las estrellas junto con Cristo y su Madre cómo su tierra predilecta, la del Tepeyac y del Cubilete en conmemoración a los 500 años de Guadalupe en poco más de 20 años es capaz de dar el fruto para el que Don Carlos y otros tantos santos políticos mexicanos roturaron y abrieron el Surco.

¡Gracias Don Carlos!, tu vida se convertirá en nuestra hoja de ruta, tu ejemplo en nuestro aliciente y tu fe en nuestra luz, porque tu Madre, María, es nuestra madre también, porque Tu Cristo es nuestro Cristo y tu misa y rosario diarios de ahora en adelante deberán ser nuestro desayuno. Porque sin miedo portaremos nuestra cruz y llenos de alegría tendremos en nuestra oficina la bandera de nuestro México, la foto de nuestros hijos, la foto de nuestros padres y en un lugar privilegiado las imágenes de Nuestra Madre y de Nuestro Rey.

Porque si ha de haber una generación que haga triunfar en México la Cultura de la Vida, deberá como en el tiempo de los primeros cristianos ser absolutamente eficaz y decirse de ella "mirad cómo se aman", deberá vencer el miedo, deberá obligarse a la congruencia para la supervivencia siendo deliciosa y descaradamente católica. 


El Chasqui
Córdoba, 14 de febrero de 2009